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30 Domingo B Bartimeo

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Bartimeo

Hoy nos encontramos con Bartimeo, el hijo de Timeo, un ciego a las afueras de Jericó. Dicen que Jericó es la ciudad más antigua todavía en funciones. Timeo era bien conocido entre los primeros cristianos. Su hijo pedía dinero a un lado del camino. Nosotros somos como Bartimeo, ciegos a la vera del camino de la vida, esperando que pase Jesús y nos abra nuestros ojos a las cosas espirituales. Oyó que salía una multitud de la ciudad y preguntó qué pasaba. También nosotros oímos el paso de Jesús entre la cacofonía de ruidos que nos envuelven. Cuando le dijeron que era Jesús el profeta, comenzó a clamar con voz potente: “¡Jesús, hijo de David, ten misericordia de mí!”

Se parece a la oración que es tradicional en las iglesias cristianas del este: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador. Es un resumen de lo que todos debemos pedir. En la Misa repetimos: Señor ten piedad, Cristo ten piedad. Bartimeo gritaba tan fuerte que la gente comenzó a decirle que se callara, pues no podían oír lo que decía Jesús. Sin embargo, él aumentó el volumen de su voz, pues sabía que esa era una oportunidad única en su vida. Nosotros también debemos repetir esa oración con perseverancia, gritando con más fuerza, contra los sonidos que nos envuelven, contra la gente que intenta silenciarnos. Nuestra persistencia es una buena señal que Jesús nos escucha.

Al final con tanto griterío, Jesús se dio cuenta de lo que pasaba y llamó al ciego. Este saltó lleno de esperanza, dejando su manto en el suelo, esa capa que le abrigaba en las noches de invierno. También nosotros deberíamos saltar cuando escuchamos que Jesús nos llama por nuestro nombre: “¡Ánimo!, levántate, te llama.” Y también deberíamos dejar nuestro manto detrás, esas cosas a las que estamos apegados, abandonando nuestra vida pasada. No es fácil quemar las naves, confiar en Jesús que sabe muy bien lo que nos hace falta.

Jesús le hace a Bartimeo una extraña pregunta: “¿Qué quieres que te haga?” Sabía que era ciego y que quería recuperar su vista. Dios sabe lo que necesitamos, pero quiere que se lo pidamos. Como los padres que saben lo que quieren sus hijos, pero esperan a que se lo pidan. ¿Sabemos realmente lo que nos hace falta? La mayoría de las veces pedimos cosas que no nos hacen falta. Queremos mejores trabajos, más dinero, salud, honores, fama. Lo que realmente buscamos es la felicidad. Dios siempre sabe lo que necesitamos. Deberíamos dejarlo en sus manos y decirle: Señor, dame lo que me haga falta.

Bartimeo, abriendo sus ojos como platos, mirando hacia el horizonte, le pidió a Jesús lo que todos deberíamos pedir: ¡Señor que vea! Eso es lo que pidió San Josemaría por diez años, cuando sintió que Dios le pedía algo que no sabía lo que era. Así se hizo muy dócil a la voluntad de Dios. También a nosotros nos gustaría ver con los ojos de Dios, contemplar ese maravilloso mundo espiritual, escondido a nuestros ojos de carne. Lo primero que Bartimeo vio, cuando recuperó su vista, fue la faz de Jesús: el rostro maravilloso del Hijo del Hombre, la más perfecta imagen de Dios. El evangelio dice que Bartimeo le siguió por el camino. Una vez descubres la faz de Dios, no le abandonas. Señor, déjanos ver tu rostro. Eso nos basta.

josephpich@gmail.com

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Hoy nos encontramos con Bartimeo, el hijo de Timeo, un ciego a las afueras de Jericó. Dicen que Jericó es la ciudad más antigua todavía en funciones. Timeo era bien conocido entre los primeros cristianos. Su hijo pedía dinero a un lado del camino. Nosotros somos como Bartimeo, ciegos a la vera del camino de la vida, esperando que pase Jesús y nos abra nuestros ojos a las cosas espirituales. Oyó que salía una multitud de la ciudad y preguntó qué pasaba. También nosotros oímos el paso de Jesús entre la cacofonía de ruidos que nos envuelven. Cuando le dijeron que era Jesús el profeta, comenzó a clamar con voz potente: “¡Jesús, hijo de David, ten misericordia de mí!”

Se parece a la oración que es tradicional en las iglesias cristianas del este: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador. Es un resumen de lo que todos debemos pedir. En la Misa repetimos: Señor ten piedad, Cristo ten piedad. Bartimeo gritaba tan fuerte que la gente comenzó a decirle que se callara, pues no podían oír lo que decía Jesús. Sin embargo, él aumentó el volumen de su voz, pues sabía que esa era una oportunidad única en su vida. Nosotros también debemos repetir esa oración con perseverancia, gritando con más fuerza, contra los sonidos que nos envuelven, contra la gente que intenta silenciarnos. Nuestra persistencia es una buena señal que Jesús nos escucha.

Al final con tanto griterío, Jesús se dio cuenta de lo que pasaba y llamó al ciego. Este saltó lleno de esperanza, dejando su manto en el suelo, esa capa que le abrigaba en las noches de invierno. También nosotros deberíamos saltar cuando escuchamos que Jesús nos llama por nuestro nombre: “¡Ánimo!, levántate, te llama.” Y también deberíamos dejar nuestro manto detrás, esas cosas a las que estamos apegados, abandonando nuestra vida pasada. No es fácil quemar las naves, confiar en Jesús que sabe muy bien lo que nos hace falta.

Jesús le hace a Bartimeo una extraña pregunta: “¿Qué quieres que te haga?” Sabía que era ciego y que quería recuperar su vista. Dios sabe lo que necesitamos, pero quiere que se lo pidamos. Como los padres que saben lo que quieren sus hijos, pero esperan a que se lo pidan. ¿Sabemos realmente lo que nos hace falta? La mayoría de las veces pedimos cosas que no nos hacen falta. Queremos mejores trabajos, más dinero, salud, honores, fama. Lo que realmente buscamos es la felicidad. Dios siempre sabe lo que necesitamos. Deberíamos dejarlo en sus manos y decirle: Señor, dame lo que me haga falta.

Bartimeo, abriendo sus ojos como platos, mirando hacia el horizonte, le pidió a Jesús lo que todos deberíamos pedir: ¡Señor que vea! Eso es lo que pidió San Josemaría por diez años, cuando sintió que Dios le pedía algo que no sabía lo que era. Así se hizo muy dócil a la voluntad de Dios. También a nosotros nos gustaría ver con los ojos de Dios, contemplar ese maravilloso mundo espiritual, escondido a nuestros ojos de carne. Lo primero que Bartimeo vio, cuando recuperó su vista, fue la faz de Jesús: el rostro maravilloso del Hijo del Hombre, la más perfecta imagen de Dios. El evangelio dice que Bartimeo le siguió por el camino. Una vez descubres la faz de Dios, no le abandonas. Señor, déjanos ver tu rostro. Eso nos basta.

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